F1
es de esas raras obras que desde su primer plano entienden el lenguaje del cine
tanto como entienden el lenguaje del vértigo, del ruido, del silencio, de la
mirada fija en la línea de meta. Es una película que no solo retrata el mundo
de la Fórmula 1, sino que se sumerge en su alma, la explora, la comprime y la dispara
a toda velocidad directo al corazón del espectador.
En
un panorama actual donde el cine parece repetirse en bucles, donde las fórmulas
se reciclan y las historias se acomodan a la comodidad de lo “seguro”, F1 es
una apuesta contracorriente. Es una superproducción, sí, pero también es una
declaración artística. Una de esas películas que entienden que el espectáculo
no está reñido con la sensibilidad, que los motores pueden rugir con fuerza sin
ahogar la emoción, y que no hace falta frenar la narrativa para encontrarle
alma a una historia.
Esta
no es solo una cinta para los fanáticos del automovilismo. Es una experiencia
para quien ha sentido alguna vez que el tiempo corre demasiado rápido. Para
quien se ha preguntado si es tarde para volver. Para quien sabe que a veces, en
la pista como en la vida, no se trata de ganar, sino de encontrar sentido al
viaje.
Con
dirección milimétrica, actuaciones magnéticas, una fotografía que corta el
aliento y un guion que pisa más fuerte que cualquier monoplaza, F1 no solo se
posiciona como una de las películas más grandes del año, se convierte en una de
esas joyas inesperadas que recuerdan por qué amamos el cine.
La
premisa del filme se centra en Sonny Hayes (Brad Pitt), una leyenda caída de la
F1 quien fue exiliado de los reflectores tras un accidente que lo empujó a la
sombra del olvido pero años después, es llamado por Rubén Cervantes (Javier
Bardem), excompañero y ahora dueño del moribundo equipo APXGP para una última
misión imposible, regresar a la pista y guiar a un nuevo talento, Joshua Pearce
(Damson Idris) con potencial desbordante pero sin brújula emocional.
Lo
que empieza como una alianza forzada se convierte en una travesía de dos
generaciones atrapadas por la misma obsesión, la de la velocidad como redención
y en ese trayecto, ambos no solo corren contra rivales, cronómetros o
escuderías titánicas, corren contra sí mismos, sus miedos, sus errores pasados
y el vértigo de lo que significa dejar huella.
En
F1, la verdadera carrera no solo se corre sobre el asfalto, también en el
interior de los personajes, en los silencios que no llenan las entrevistas, en
las miradas que atraviesan los retrovisores y en los vacíos que deja la gloria
una vez que ha pasado. El guion en esta cinta es el motor emocional que impulsa
la historia a fondo, pero sin perder nunca el control.
Lo
que más destaca es que a diferencia de muchas películas deportivas que se
apoyan en el manual de estructura clásica de ascenso, caída y remontada épica,
F1 traza un camino más sinuoso, impredecible pero también más humano porque aquí
no hay antagonistas caricaturescos ni obstáculos prefabricados, solo la amenaza
que está en el tiempo, la duda, la presión mediática, el miedo al olvido, la
fragilidad del cuerpo y la herida del ego.
El
protagonista, Sonny Hayes, regresa a las pistas no para coronarse campeón ni
para redimirse frente a una multitud, sino porque no sabe vivir de otra manera
y ha pasado tanto tiempo lejos de la velocidad que todo lo demás le parece en
cámara lenta. Esa motivación está escrita sólidamente ya que no necesita ser
explicada, se revela en gestos, en frases entrecortadas y en la forma en que se
sienta en el monoplaza.
Y
luego está Joshua Pearce que no funciona como un simple “alumno rebelde” ni
como el típico talento que debe ser domado, es joven pero su arrogancia es una
coraza ante un mundo que lo devora antes de que pueda comprenderlo. Su evolución
no es instantánea ni lineal ya que es orgánica, trabajada, llena de pequeñas
derrotas y breves destellos de lucidez, haciendo que el guion lo observe,
acompañe, lo deje respirar y hacerlo real.
Las
escenas entre Hayes y Pearce son probablemente lo mejor escrito del filme
porque no hay grandes discursos pero sí choques generacionales cargados de
tensión emocional ya que Hayes habla con cansancio, como quien ya lo ha visto
todo y sabe que nada dura, mientras que Pearce responde con rabia como quien
aún cree que el mundo le debe algo, provocando que en ese duelo de visiones se
construya el eje temático de la película, osea, el de la idea de que correr no
siempre es avanzar y que frenar no siempre es rendirse.
El
escrito también se da el lujo de hablar sobre lo que nadie suele retratar del
automovilismo con cosas como las cláusulas contractuales, los sacrificios de la
vida personal, la política interna de las escuderías, la presión de los
patrocinadores, los códigos éticos que se cruzan en los vestidores y la
psicología detrás del piloto que se sube al auto sabiendo que puede no bajar
vivo, siendo detalles que dan contexto, dimensión y peso a todo lo que ocurre
dentro y fuera de la pista.
A
nivel estructural, la narrativa está perfectamente balanceada ya que el primer
acto se toma su tiempo para colocar las piezas y permitir que el espectador se
familiarice con el tono emocional. El segundo acto acelera con una serie de
conflictos que se entrelazan en cuanto al conflicto personal que se mezcla con
el deportivo y el clímax es una conclusión emocionalmente honesta dentro del
mundo que se ha construido y contundente que es espectacular.
Y
finalmente, el panfleto conecta con un valor universal, el de la búsqueda de
sentido cuando todo parece haber pasado ya, esa pregunta que muchos se hacen
cuando se sienten reemplazables, el brillo se va y el mundo sigue corriendo
incluso si uno decide parar, desde ahí es que F1 toma esa angustia y la coloca dentro
de un monoplaza para vestirla con casco, lanzarla al circuito y mirar lo que
hay detrás de ella.
Desde
su primer plano hasta los créditos finales, cada aspecto técnico y visual de la
cinta está diseñado con una precisión buenísima ya que es una producción que no
juega a parecer real, sino que se funde con la realidad porque filmaron en
Grandes Premios auténticos, entre equipos verdaderos, usando cámaras IMAX incrustadas
en autos modificados con una escudería ficticia para competir contra Red Bull,
Ferrari y Mercedes en plena temporada.
Las
secuencias de automovilismo son un espectáculo hipnótico porque más que escenas
de acción, son coreografías de adrenalina y riesgo real donde los autos se ven
rápidos y se sienten. La cámara no solo sigue los vehículos, se convierte en
uno de ellos con cada giro, frenada y sobrepaso que se vive con una intensidad
sensorial que solo se logra cuando se rueda con verdadero compromiso físico.
La
dirección de Joseph Kosinski es milimétrica gracias a que construye tensión no
solo con lo que muestra, sino con lo que oculta en esos segundos previos a una
largada, las miradas en el paddock o los gestos contenidos de un piloto cuando
sale del monoplaza. Su forma de capturar la atmósfera, la frialdad de los
túneles, el vértigo de un pit stop o el caos en plena recta, dota a la película
de una autenticidad inmersiva que remite al mejor cine de guerra pero sobre
ruedas.
La
fotografía brilla con luz propia ya que es una sinfonía de texturas donde la
luz artificial de un circuito urbano de noche, el sol abrasador en Abu Dhabi,
la lluvia cayendo en Spa o el reflejo del casco sobre el asfalto, convierte la
velocidad en poesía visual provocando que haya planos que parecen tomados desde
el mismo núcleo del vértigo, además, el montaje es dinámico ya que cada corte
está puesto con intención, generando tensión constante sin saturar al
espectador.
El
diseño de producción merece ovación porque no solo recrearon una escudería
desde cero, sino que la integraron perfectamente en un entorno real y
competitivo puesto que cada uniforme, cabina y herramienta parece parte del
ecosistema natural de la F1, los detalles son tan precisos que uno se olvida de
que está viendo una ficción.
El
sonido es una bestia en sí misma ya que se siente en el pecho, no en los oídos,
además, no solo es el rugido del motor, es el silencio antes de la tormenta, el
chillido de los frenos, el golpe seco del viento y los gritos ahogados por el
casco, todo diseñado para que el espectador esté dentro del monoplaza y del
momento.
Y
luego está la banda sonora firmada por Hans Zimmer que impulsa la historia a
mas ni poder, Zimmer compone una partitura buenísima que mezcla electrónica
abrasiva, cuerdas introspectivas y silencios elocuentes para generar una música
que corre junto al alma de los personajes, además, el soundtrack con temas de
Tate McRae, Rosé, Don Toliver y Ed Sheeran, aporta ese toque contemporáneo que
conecta con la audiencia joven sin romper la coherencia estética gracias a que
cada tema suena cuando debe.

En
definitiva, F1 es una obra maestra que entiende la diferencia entre correr por la gloria
y correr por necesidad, siendo una carta de amor al automovilismo y también al
cine que se arriesga, que apuesta por el detalle y que honra el alma del
deporte sin convertirlo en simple espectáculo. Su grandeza no radica solo en la
velocidad que muestra, sino en la pausa que permite para explorar el miedo, el
desgaste, el legado, la conexión entre generaciones y el eterno retorno a lo
que una vez nos hizo sentir vivos.
Lo
que F1 propone y logra con elegancia es capturar un mundo vertiginoso sin
olvidarse de la humanidad que lo habita ya que no se trata simplemente de autos
compitiendo por una copa, se trata de personas compitiendo contra su pasado, límites
y fantasmas, de sueños que arden en medio de un asfalto que no perdona, eso en
manos menos sensibles habría sido solo ruido pero aquí es cine puro.
Es
un largometraje que además ser entretenimiento de alta gama, es una experiencia
cinematográfica en su máxima expresión, diseñada para proyectarse a todo
volumen, sentirse en el pecho y quedarse en la memoria.
Calificación: 10/10
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