En
un panorama saturado de fórmulas predecibles, La Muerte De Un Unicornio aparece
como un espécimen raro al ser una película que decide tomar una ruta menos
transitada ya que se siente como si alguien hubiera tomado un cuento de hadas,
lo hubiera bañado en radiación industrial y lo hubiera lanzado contra una pared
de cinismo contemporáneo, dando como resultado una cinta que brilla por su
osadía conceptual, capacidad de equilibrio entre lo grotesco, lo encantador y
una estructura narrativa que hace de la crítica social un campo de juego
surrealista.
Con
un elenco potente liderado por Paul Rudd, Jenna Ortega, Hugh Grant, Tea Leoni,
Will Poulter y bajo el siempre inquietante sello de A24, la película se
presenta como una sátira postmoderna que huele a magia corrupta, sangre corporativa
y marketing biotecnológico, no es una obra perfecta ni siquiera una
especialmente redonda pero es un filme que no se olvida, que respira
autenticidad y arriesga desde el primer fotograma.
La
historia se centra en Elliot Kintner, un padre viudo (Paul Rudd) y Ridley
Kitner, su hija adolescente Ridley (Jenna Ortega) quienes atropellan
accidentalmente a un unicornio mientras se dirigen a un retiro organizado por
una familia de multimillonarios que tienen una empresa farmacéutica tan poderosa como carente de ética. Cuando
ellos llegan al lugar de la reunión, descubren que el cuerno de la criatura
posee propiedades curativas extraordinarias, haciendo que los ricos vean la
oportunidad de explotar algo sagrado como un producto más.

Pero
la muerte tiene consecuencias y cuando se trata de criaturas mágicas, la venganza
no llega en silencio porque pronto, lo que empezó como un accidente adquiere
tintes de horror y violencia visceral, los padres del unicornio aparecen en
escena, desatando un caos de consecuencias mitológicas, sangrientas y
profundamente simbólicas. Así, el filme se convierte en una mezcla de cuento
moral, sátira empresarial y supervivencia sobrenatural donde lo mágico
representa castigo.
Primero
que nada, el guion es el corazón palpitante de la película porque no es solo el
esqueleto narrativo que sostiene la trama, sino también el músculo simbólico
que la impulsa, la piel satírica que la recubre y en muchos sentidos, la voz
más clara y corrosiva de toda la obra. En otras manos, este argumento podría
haberse hundido en lo ridículo o en la superficialidad de una ocurrencia excéntrica.
Sin embargo, el escrito convierte un punto de partida aparentemente absurdo en
una maquinaria narrativa que extrae densidad dramática, crítica social y
subtexto emocional de lo improbable.
Lo
que realmente impresiona de su escritura es la capacidad para habitar varios
registros sin perder cohesión ni intención ya que por un lado, el texto es
punzante, irónico y deliberadamente incómodo pero por otro, respira un
trasfondo trágico, casi existencial que nunca deja de latir bajo la superficie.
Esta fusión entre sátira y dolor genuino es lo que otorga al panfleto una
cualidad perturbadora y única gracias a que se ríe del sistema pero desde una
conciencia lúcida como quien ha perdido toda esperanza en que lo real pueda
redimirse.

El
equilibrio entre lo sublime y lo ridículo no es casual ya que es una
declaración de principios porque el unicornio no es tratado como simple rareza
fantástica ni como elemento decorativo, más bien funciona como catalizador
simbólico y espejo invertido de una sociedad que al no comprender lo mágico, lo
destruye por impulso y lo convierte en objeto de estudio, de consumo, de
beneficio. Aquí, la criatura mitológica representa la condena y su existencia
genera codicia para que el asunto sea profundamente inquietante.
El
guion convierte lo mágico en mercancía y lo extraordinario en materia prima al
ser una inversión de la lógica de los cuentos, ya que donde antes había un
llamado a la aventura o a la fe, ahora hay una estrategia de marketing y una
junta directiva. Lo mitológico ya no vive en bosques encantados, sino en
laboratorios clínicos, depósitos fríos y contratos de confidencialidad,
haciendo que la sátira sea sólida.
Además,
cada personaje funciona como pieza dentro de este rompecabezas de decadencia
ética, por ejemplo, el patriarca terminal que ve en el unicornio su última
posibilidad de trascender se vuelve una caricatura inquietante del empresario
moderno, osea, alguien más interesado en dejar huella que en vivir con
dignidad, los científicos representan el delirio de control, la arrogancia de
quien cree tener derecho sobre todo lo que puede analizar y los familiares,
atrapados entre el oportunismo y la desesperación, completan un ecosistema
donde el afecto es desplazado por el interés y la muerte se calcula en posibles
dividendos.

La
verdad es que el texto no se conforma con una crítica superficial ya que la
construcción de los diálogos está cargada de ambigüedad moral, no hay
personajes enteramente buenos o malos, todos están contaminados como si el solo
contacto con el unicornio los descompusiera por dentro y las líneas que
intercambian, buscan exponer las grietas de sus pensamientos, haciendo que en ese
sentido, el guion funcione como una autopsia de la humanidad misma.
Ahora,
hay momentos donde el ritmo flaquea porque en un principio es un poco tediosa,
además de que algunas situaciones rozan la exageración y ciertos giros se
sienten como una provocación por el mero hecho de escandalizar pero incluso en
sus excesos, la escritura no pierde identidad gracia a que hay un riesgo
evidente, una voluntad de cruzar límites, de incomodar al espectador y de sacarlo
de su zona de confort por las cosas que ve en la pantalla grande
Posteriormente,
tenemos un elenco que responde con fuerza a la naturaleza mutante del guion.
Paul Rudd, lejos del tono cómico que lo ha definido en gran parte de su carrera
entrega una actuación sobria, cargada de tristeza silenciosa y pérdida emocional
porque su personaje es un hombre atrapado entre la rutina y la redención
imposible, incapaz de reaccionar con la lucidez que su hija sí posee.
Jenna
Ortega continúa consolidándose como una intérprete generacional ya que su interpretación
como Ridley es irónica, sagaz, vulnerable y feroz porque en su mirada se
concentra la única brújula moral de la película, aunque incluso ella, en
ciertos momentos, tambalee entre el asombro y la desesperación.
Richard
E. Grant como el patriarca terminal que ve en el unicornio su última esperanza
entrega una actuación exagerada pero deliciosa, haciendo que su presencia sea
teatral y como si fuera una encarnación del capitalismo agónico, aferrado a
cualquier mito que pueda explotar antes de desaparecer. Will Poulter y Téa
Leoni complementan este aspecto con un humor ácido, mezquindad caricaturesca y una
vulnerabilidad incómoda que los vuelve extrañamente humanos.
La
dirección cinematográfica en su ópera prima demuestra tener una visión clara
que no teme al exceso visual ni a la mezcla de tonos ya que utiliza la cámara
para crear atmósferas inquietantes, aisladas del mundo real y casi como si la
película ocurriera en una versión paralela de nuestra realidad. Logrando que los
interiores del retiro empresarial esten bañados de una luz aséptica que
contrasta con el entorno natural donde yace el unicornio muerto.
El
diseño del unicornio es también una declaración de intenciones porque pese a
que luego luego se ve falso y lejos de ser tierno o mágico, su cuerpo es imponente,
casi alienígena, n donde su sangre, órganos y presencia provocan incomodidad
como si ver algo tan puro fuera demasiado para la mirada humana. Sin olvidar la
banda sonora que acentúa este desbalance con composiciones que oscilan entre lo
etéreo y distorsionado para reflejar la progresiva destrucción del orden
natural que la película ofrece.
Finalmente,
la cinta es una crítica feroz al biocapitalismo y a la forma en que incluso lo
mágico puede convertirse en mercancía pero más allá del discurso social, la
película habla de duelo, de desconexión intergeneracional, del miedo a la
muerte y del impulso desesperado por dejar huella sin importar el costo. El
unicornio funciona como símbolo de todo lo que se ha perdido en una cultura que
ya no cree en lo intangible y en este sentido, el largometraje se inscribe en
una tradición de cine alegórico contemporáneo que utiliza lo mágico para hablar
de las fracturas más reales de nuestro tiempo.
En
definitiva, La Muerte De Un Unicornio no es una película para todos ni es la
mejor del mundo pero sí una que deja huella ya que bajo su fachada de comedia
negra y premisa extravagante, esconde una crítica despiadada al capitalismo
depredador, a la deshumanización científica y al vaciamiento simbólico de lo
sagrado. No busca ser perfecta ni complacer ya que elige ser incómoda, extraña
e incluso contradictoria, aunque con una intención clara y feroz sobre que a
veces, lo fantástico de la capacidad del cine es convertir una locura en
verdad y una fábula en espejo.
Calificación: 7.5/10
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